domingo, 23 de agosto de 2020

"Samichay" (2020): En busca del espacio perdido | REVIEW

Tras una serie de cortometrajes de ficción premiados en el extranjero y un mediometraje documental, el cineasta peruano Mauricio Franco Tosso finalmente da el salto hacía el largometraje con “Samichay” (2020), ópera prima que llega al 24º Festival de Cine de Lima, edición online debido a la pandemia.

Producida por Quinta Imagen Films (Lima) y Quechua Films (Madrid), en coproducción con Perfo Studio, Tomas Gistau y el apoyo de David Rocher (principalmente en los ámbitos de postproducción sonido), la película fue filmada en los pueblos altoandinos del Cusco y empleando mayoritariamente la lengua quechua.

Vamos al análisis. Lo mejor de la película está en su atractiva y cuidada fotografía en blanco y negro, y en muchísimos elementos específicos como las bien pensadas y correctas puestas en escena, los significativos y precisos movimientos de cámara hasta la dirección de actores que está sumamente equilibrada (sabiendo que estamos ante no actores, a excepción del protagonista). Pero, ¿y dónde está la debilidad? En primer lugar, su guion (una historia que se siente fracturada, con un personaje principal que no logra conectar emocionalmente o simpatizar del todo con la audiencia, lo vemos transitar por todo el filme como cuando vemos pasar por la calle a una persona extraña y distante) y por último la dirección (que está más preocupado por la forma, puntualmente por lo visual y lo técnico).

Tras la breve presentación de Celestino (Amiel Cayo) vendiendo agujas en la feria del pueblo e indagando el costo de un toro para la reproducción de crías, el filme se divide en 3 grandes partes centradas en la pérdida -poco a poco- del espacio habitado. Son secuencias en el que una es más compacta que la otra y cada una tiene un ritmo, un tono y una línea narrativa concreta, a nivel individual son efectivas; pero vistas en conjunto no logran articularse del todo de manera orgánica.

La primera secuencia subtitulada “Chʼinlla” (silencio) es sin duda la mejor de las tres (aunque inevitablemente remite a la lograda cinta puneña “Wiñaypacha” de Óscar Catacora, pero en una escala menor es muchos aspectos). Centrada en contextualizar al protagonista y su entorno, esta parte se desarrolla en lo alto de una colina, en una precaria y solitaria casa andina alejada del pueblo y del mundo entero. Ahí habita el viudo Celestino con su hija Yaquelin (Raquel Saihua) y la abuela Agustina (Aurelia Puma). Prevalece el diálogo como el medio más fácil de conocer a los personajes más que por sus actos, y donde los ejes temáticos son el desamparo, la soledad y la desilusión.

Celestino no ha podido re-hacer su vida tras la muerte de su esposa que aún está presente en sus sueños y lo persigue como un fantasma (se presume inicialmente como un problema psicológico); además su hija desea irse a la ciudad, reniega de su entorno cultural-lingüístico y según sus palabras muy cercanas a la rebeldía y al feminismo “no desea un marido”; y, por otro lado, la anciana está resignada esperando a la muerte. A ello se suma, una vaca que no da leche ni crías y la tierra no es buena ya para el cultivo. Celestino intenta resistirse, guarda un granito de esperanza, pero la tragedia y los cambios son inevitables, ya sea por decisión o por el destino.

En la segunda secuencia subtitulada "Rimay” (hablar) vemos a Celestino en un primer tramo de su largo viaje con un objetivo no muy concreto. Sólo sabemos que se va del hogar con su vaca. En esta parte el tono contemplativo sube a primer plano, mucho más cercano al documental. Técnicamente, es decir visualmente funciona muy bien, pero a nivel narrativo (hablando del guion), después del pago a la tierra, poco a poco entramos a un terreno un tanto premeditado, artificioso y poco creíble. Celestino curiosamente va en busca del hacendado Don Fermín, pero ¡oh, qué casualidad!, llega justo y demasiado tarde a la vez. Surge entonces algunas interrogantes que no debería formulárselas el espectador como por ejemplo: ¿realmente lo buscaba para venderle la vaca o para ilustrarnos el fin de una época?, ¿nunca se informó de la reforma agraria teniendo una radio en casa y constantemente bajando al pueblo?, ¿en qué tiempo histórico se desarrolla los hechos de este filme?, etc.

La última secuencia subtitulada "Samichay” (en busca de la felicidad o plenitud) es muy evidente que el ritmo de los acontecimientos se acelera un poco y se re-carga de emociones. Celestino llega al campo ferial del pueblo, intenta vender la vaca, descubre cuál es el destino final de estos animales, para finalmente -aquí estamos ante el punto más alto del relato: el climax- tomar una decisión con la vaca que (valga la redundancia) toma por sorpresa al espectador entre el shock, la conmoción y lo increíble. Su mejor salida de este punto crítico es revelándonos o confirmándonos que no hay ni hubo un problema psicológico en el protagonista, en realidad “existe una vida alterna/paralela a la nuestra” donde la vida continúa según el realismo mágico-religioso del pensamiento andino. Finalmente, Celestino toma un camión con dirección a la ciudad (un final que inevitablemente remite a otro filme, hablamos de “Madeinusa” de Claudia Llosa), dejando todo atrás. 

Una vez más estamos ante una película que sí efectivamente se siente una preocupación y respeto por la representación del mundo andino, pero lamentablemente aún se mantiene y repite esa óptica (en varias películas peruanas) donde el ande es inhabitable, vivir en el campo o en la sierra cada vez más deshabitada por la migración es una suerte de tragedia, esto obviamente debido a muchos factores como la ausencia del Estado (Salud, Agricultura, Educación) y/o por la Globalización que empuja o seduce con su “encantadora” modernidad y su “atractiva” tecnología a los pobladores, y si son jóvenes aún más.

PUNTAJE: 5.5/10