sábado, 20 de junio de 2009

ADIOS, AYACUCHO: Una novela de Julio Ortega


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Una de las facetas del crítico literario Julio Ortega es la creación de universos ficcionales.

Hace veintitres años que se publicó la primera edición de su novela breve Adiós, Ayacucho (1986). Aunque pocos hayan sido quienes le prestaron atención en el momento de su aparición, en la actualidad existe consenso respecto a su doble relevancia narrativa: es uno de los primeros textos narrativos que representó los acontecimientos iniciales del despliegue de la violencia terrorista que marcó al Perú de los años ochenta; y es la que anuncia el derrotero de lo que será más adelante la denominada «narrativa de la violencia terrorista» o la «narrativa peruana del conflicto armado».
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A continuación un diálogo con el autor sobre algunos aspectos de la novela.
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El título de la novela Adiós, Ayacucho remite a diversos referentes, entre ellos, a las letras de un huayno que más o menos dice: «Adiós pueblo de Ayacucho/perlaschallay, ciertas malas voluntades/ perlaschallay, hacen que yo me retire»; pero también a hechos dramáticamente históricos que han marcado el Perú contemporáneo: el asesinato de los periodistas en Uchuraccay y las miles de vidas que cobró la hecatombe terrorista. Es decir, el espesor semántico de Ayacucho —«rincón de muertos»— conduce a preguntarle ¿Cómo nace la historia de Adiós, Ayacucho?, ¿por qué el título de la novela?

Julio Ortega: Un día de 1984, en Austin, Texas, donde fui profesor seis años, estaba yo leyendo el último número de la revista Quehacer cuando la fotografía de un dirigente campesino asesinado por la policía me sobrecogió. Era una foto de un cadáver quemado que un grupo de campesinos rodeaba. Ese cuerpo había sido reducido a su mínima forma humana por la violencia represiva. Me conmovió tanto que de inmediato empecé a escribir un relato en el que le devolvía la voz a un peruano a quien le habían quitado la palabra. Se me impuso un relato sarcástico sobre los poderes que dan cuenta de la vida en el Perú, quizá porque sólo el absurdo podía representar tanta violencia. El título surgió pronto, por referencia a la conocida canción que Ud. cita. Me parece que las canciones de despedida, en el Perú, son más características que las del retorno. Hay una que Arguedas cita en Los ríos profundos, que es un modelo de estos adioses sin retorno.

En la novela se despliega una serie de coordenadas históricas y culturales que la modelan como una especie de archivo inicial de lo que será -años más tarde- la narrativa que relata los acontecimientos de la violencia terrorista. ¿Cuando escribió Adiós, Ayacucho qué lo apremiaba?, ¿algún compromiso con la realidad?

Julio Ortega: Fue, más bien, un compromiso con la palabra. La violencia creciente, endémica, e impune que hemos vivido los peruanos pone todo en entredicho. Primero, nuestras representaciones de la realidad, porque la violencia produce un desasosiego profundo. Y, por ello, nuestro mismo uso del lenguaje entra en crisis. Luego, hay una indignación, la necesidad imperiosa de decir algo en contra. Y a esa urgencia ética sigue la convicción de que la violencia trastoca el orden natural y revela el absurdo del orden interno, del poder y de la discriminación. Todo lo cual sostiene la dimensión política de ese relato.

El protagonista de la historia es Alfonso Cánepa, personaje que realiza un viaje desde su pueblo natal Quinua hasta la ciudad de Lima, para exigirle al presiente Belaunde que le regrese los huesos del brazo y la pierna. Es decir, la historia presenta a un personaje víctima de la guerra interna —a él lo confunden con terrorista, cuando en realidad es dirigente campesino. Su cuerpo mutilado no sólo es signo que define la identidad de quienes fueron víctimas reales de la política contra-subversiva que asumió el estado; la peripecia que le acontece revela sobre todo el objetivo de su viaje: encontrar en el presidente, el reconocimiento oficial de ser víctima de la violencia del estado. Sin embargo, aquel cuerpo salvajemente torturado y mutilado, en lugar de ser significante de una tragedia histórica, se modela como la carnavalización de un drama. Pienso aquello sobre todo porque el cuerpo fragmentado de Alfonso Cánepa motiva burlas e incluso interés económico para venderlo como atracción antropológica. ¿Es Alfonso el personaje que carnavaliza los inicios de la historia de la violencia terrorista?

Julio Ortega: En verdad, Guamán Poma de Ayala fue el primero en observar que la violencia no sólo produce dolor sino también grotesco y absurdidad. Por eso dice en su Nueva Corónica… que había tanto dolor que era cosa de reír. Más que una carnavalización, en el sentido de Bajtín, sospecho que se trata del grotesco en el sentido de la Danza de la muerte. Tal vez sea ello un estilo de representación más cercano a la cultura popular mexicana, que al final está detrás de Pedro Páramo. Por otro lado, yo creo que el viaje de un muerto que en la novela está vivo, es de por si ya una licencia de la representación, o sea un extremos del realismo grotesco. Una alegoría, diríamos, sobre cómo leer y presentar la violencia. Por eso, aunque Cánepa agoniza en la tragedia absurda de la violencia, es de una extrema racionalidad, y hace de su muerte una forma de la conciencia viva, digamos.
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Alfonso Cánepa conoce a diversos personajes en su peregrinaje a Lima. Uno de ellos es Álex, estudiante limeño de antropología. De la conversación que tienen, puede advertirse que —desde su posición de líder campesino— Cánepa, cuestiona la explicación y el rol antropológico en el caso Uchuraccay; además asemeja el comportamiento del cura Valverde en el des-encuentro de Cajamarca, con el proceder casi malintencionado de un antropólogo. Aquel modo de comprender la figura del antropólogo ¿qué sentido encierra o qué sentido abre?

Julio Ortega: La tesis de la novela es que las ciencias sociales (y en general el Perú letrado) no han podido explicar, y mucho menos comprender, la complejidad viva del país, de sus poblaciones y naciones. Y que, en definitiva, las disciplinas académicas han sido parte del Perú oficial, dominante y excluyente. Quizá esa hipótesis se explica porque la violencia de esos años —que sería mucho mayor después— pone en crisis los discursos formales, y demuestra su insuficiencia. Un poco en el sentido en que Arguedas escribió su Llamado a unos doctores.
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Al final de la historia, Cánepa, no logra que le regresen las partes mutiladas, por el contrario profana la tumba de Pizarro y siente que ha encontrado los huesos que le faltaba. Este desenlace ¿anuncia triste y definitivamente que todas aquellas víctimas que exijan el reconocimiento o la reparación de su integridad no serán escuchadas por el estado?, ¿sugiere que las víctimas se perderán en el anonimato?

Julio Ortega:Tal vez sugiere que en la cultura popular, y tal vez en cualquier visión mítica de redención, las cosas son equivalentes. No dependen de sí mismas sino de su función. Cánepa parece comprender que al final no son «sus huesos» lo que busca, sino los huesos de alguien que equivalga a los suyos. Este final se me ocurrió antes de acabar la novela, casi como un acto de ocupación del país oficial. No necesariamente de una nueva fundación de Lima por un héroe popular, víctima de la represión, sino por un acto paródico, irónico, de sustitución. Por lo demás, el estado no escucha a las víctimas, como vemos por la recepción del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Por eso, jurídicamente, sólo se puede ser minimalista: allí donde se puede documentar la violencia, es preciso procesar el crimen.
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OJO: La nouvelle ha sido llevada al teatro por el grupo Yuyachkani (Temporada - junio,2009). Además, la obra ha recorrido el mundo y ha sido traducida al quechua y al inglés.
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